SOCIALMENTE MUERTAS versus economía y COSTE.

 

 

 

 por IÑAKI OLAIZOLA EIZAGIRRE

¡Eran ya casi las dos, y la conferencia terminaría pronto! Me parecía buena aquella costumbre del Departamento de Filosofía y Antropología de convocar conferencias a celebrar a las 13:00. Sí, es una buena táctica porque es un modo eficaz de delimitar la duración de las mismas: cuando las tripas empiezan a rugir es la hora de comer, y se acabó; se termina, se extingue el debate; ya, hacia las 14:30, nadie hace más preguntas.

Asistí a aquel seminario sin informarme previamente de cuál era el meollo de la convocatoria. Solía hacerlo así, porque, por experiencia, sabía que siempre (casi siempre) salía satisfecho con lo que allí oía.

Sin embargo, aquel día, cuando vi a los ponentes, ponentes sí porque eran dos, me mosqueé un poco, porque, a los dos, los vi mayores, tanto como yo, y yo tengo predilección por escuchar con mayor agrado a la gente joven, pues tengo la presunción de suponer que ya conozco lo que dicen los de mi quinta y encuentro más refrescante lo que dicen los jóvenes.

Bueno, pues sucedió que según avanzaba la conferencia, la cosa se iba haciendo cada vez más interesante. Los profesores, de no sé cuál de las Universidades de Chile, hablaron acerca de ciertas tomas en consideración que convendría tener en cuenta al tratar de construir un modelo social. No era exactamente, lo podréis comprender, un empeño en confrontar el modelo capitalista con un modelo centralizado de gestión, o sí, pero la cosa es que me cautivaron dos de los comentarios al respecto.

Dijeron, por ejemplo, que un déficit habitual en la programación o planificación a futuro consistía en no tener en consideración algunos de los rasgos de la naturaleza humana. No me quiero meter en el fregado de debatir acerca de cuál es el poderío de la naturaleza humana, pues esto me llevaría a la necesidad de contrastar, cuando menos, naturaleza y cultura, pero sí me resultó conveniente este comentario para repensar acerca de las alternativas entre un Estado policial o alguna otra forma de Estado más cooperante, más participativa…

Pero también dijeron, y este es el motivo de esta demasiado larga introducción, que “uno de los déficits al construir el modelo de desarrollo de una sociedad solía basarse en la insuficiente toma en consideración de las posibilidades económicas reales de la misma.”

No recuerdo si lo dijeron ellos o es de mi propia cosecha, pero creo que el comentario podría servir cuando, con el ánimo de mejorar las condiciones de vida de una sociedad, se decreta, y a veces suele ser así, que, desde mañana, cada pequeña población tenga una gran universidad, que el sistema sanitario, además de ser el mejor del mundo, sea universal y gratuito, y que las pensiones no puedan ser menores que…

Claro, después de gastar tinta y papel en los Boletines Oficiales resulta que aparecen algunos problemillas… ¡Resulta, y es una pena, que la cosa no funciona!

Todo este preámbulo viene a cuento (tal vez, sí) de algunos comentarios que he recibido en relación con la reciente publicación de un pequeño libro que he titulado Muerte Social versus Socialmente Muerta (noviembre 2021).

El propósito de esa publicación consistía en propiciar el debate, institucional y particular, acerca de qué actitud tomar en relación con las personas, incapacitadas de hecho, que están Socialmente Muertas, y que en gran parte están recluidas en determinados espacios de convivencia, en esas Instituciones, que podríamos llamar Instituciones Totales, donde se agrupa a las personas Socialmente Muertas hasta su muerte biológica. Y esto sucede a pesar de que la mayoría de las personas que he entrevistado me han manifestado que no desearían que, “cuando ya no sean ellas mismas”, se las mantuviera vivas sin estar vivas.

Este planteamiento me lleva a reflexionar acerca de cómo, desde ámbitos más especializados, Ángel Martínez Herráez (Antropología Médica) destaca el hecho, la paradoja dice él, según la cual “cuanto mayores son los avances médicos y cuanto más destacado es el desarrollo biotecnológico más necesitados estamos de teorías sociales que nos inviten a repensar la salud y la enfermedad en nuestro mundo desigual y diverso”.

En este pensar y repensar en la búsqueda de nuevas teorías sociales dedica un espacio especial a las Instituciones Totales, al describirlas como “esas organizaciones que, en espacios absorbentes, y a la vez excluyentes de cualquier muestra de ejercicio del desarrollo de su personalidad, retienen a las personas carentes de capacidad o desposeídas en un proceso de expropiación de los últimos vestigios de humanidad”.

Instituciones Totales que en nuestro caso procesan a las personas socialmente muertas, con el doble objetivo de cuidarlas, se dice con gran énfasis, y también, aunque 3 en esto se silencia el tono, de proteger a los externos de los trastornos que les pudieran ocasionar los internos. Y, respecto a estas Instituciones, diciéndolo con mayor precisión, respecto a la práctica, cada vez más habitual, de recluir a las personas Socialmente Muertas en esas instituciones, he manifestado ciertas objeciones: la primera, poniendo en solfa la práctica que se impone a esas personas al obligarlas a vivir una vida que ya no quieren vivir; la segunda, en relación al coste social y privado que esta práctica supone.

En mi publicación Muerte Social versus Socialmente Muerta destacaba los rasgos que conforman la categoría de las personas socialmente muertas, estas personas, mayores o no tan mayores, incapaces ya de reconocerse y de reconocer a sus personas queridas, al señalar que:

  • Existe una categoría de personas socialmente muertas
  • Estas personas no tienen en su gran mayoría una tutela de hecho
  • El alargamiento de sus vidas no encaja con el deseo mayoritario de las personas que, llegadas a esa situación, desearían que se las ayudara a morir
  • Mantenerlas vivas, sin vivir, es un ultraje a su dignidad
  • No se las puede penalizar con un trato vejatorio para su dignidad por el hecho de no haber realizado el Testamento Vital
  • La ausencia de Testamento Vital no debe presuponer la negativa a la práctica de la eutanasia o al acceso a la sedación terminal en Cuidados Paliativos
  • Deberían ser consideradas civilmente muertas
  • Cumplen los requisitos legales necesarios para que se las considere tributarias de recibir eutanasia o sedación clínica terminal
  • Entroncan un fuerte debate entre el derecho a ser cuidadas y la obligación de cuidar

Y, para las personas adscritas a esta categoría, para las personas socialmente muertas, proponía la práctica de aliviar el dolor y de cesar en la actividad de alargar sus funciones vegetativas, desde el convencimiento de la licitud de considerar que una persona carente de estímulo y de relación social, en los grados que se acuerde (en mi trabajo anterior proponía el GRADO SIETE de la Escala de Deterioro Global), deba ser considerada Civilmente Muerta.

Al mencionar el alivio del dolor, he omitido en mi propuesta la práctica de aliviar el sufrimiento, por cuanto que el sufrimiento es una respuesta cognitiva a la situación en  que se encuentran, y las personas socialmente muertas han perdido, ya, la capacidad cognitiva requerida para ser conscientes del sufrimiento.

Pero sí incluí, como ya lo he anticipado, y este es el meollo de este trabajo, que la práctica de alargar la vida vegetativa de las personas adscritas a esa categoría genera un importante coste familiar y social.

A PROPÓSITO DE LA ESTRUCTURA Y EL CAMBIO SOCIAL

Analizar la interacción entre ESTRUCTURA SOCIAL y CAMBIO es un proceso generalizado en las Ciencias Sociales. Dicho de manera muy resumida, se puede anticipar que a un cambio en la estructura social le sucederá un cambio en los discursos y las prácticas realizadas en su seno. Esto siempre sucede así.

De sobra es conocido que uno de los cambios más representativos de la estructura social del presente consiste en el envejecimiento de la población y el surgimiento de una nueva categoría que integra a las personas socialmente muertas, lo cual introduce cambios sociales de excepcional importancia.

Al impulsar este cambio, resulta necesario recordar que no se trata de privar de la vida a esas personas, que ya la han perdido con anterioridad, sino de propiciar la mejor práctica para las mismas desde una perspectiva ética abordada desde nuevos paradigmas, muy frecuentemente en relación con una manera personal de entender la dignidad. Por ello, no sería conveniente suponer que los discursos y las prácticas respecto a estas cuestiones debieran ser estáticos y estuvieran definitivamente estabilizados: Han cambiado, y cambiarán…

Desde los postulados de la ética (Peter Singer en Compendio de Ética) interpreto que si bien hay actitudes, como perseverar en el cuidado de los padres sea cual fuera su situación, que generan gratificación, reconocimiento social y consideración de buena práctica ética, llegada la persona a la situación de estar socialmente muerta, el desistimiento en el soporte que mantiene esa vida vegetativa encuentra justificación en la perspectiva ética del consecuencialismo, que, como describe Philip Pettit en esa misma publicación, impulsa la idea de que “debemos hacer siempre aquello que tenga mejores consecuencias”, y parece fácil asumir que el alargamiento de la vida en las personas socialmente muertas no produce consecuencias positivas…

Estas reflexiones son profundamente serias, por lo que la construcción de una categoría que agrupa a las personas socialmente muertas genera tensiones, tanto más cuanto que enfrentan un sistema trascendental de creencias con una ideología ciertamente laica o civil. De hecho, los cambios en el sistema social (y este es precisamente el título de la obra de Talcott Parsons, en la que se enfatiza el sentido técnico de la voz sistema) trastocan el significado de los valores y las creencias, máxime en un sistema que, como denominó Weber, basa su competencia en la “irracionalidad moral de la vida humana, cuando el orden institucionalizado es el resultado de unas orientaciones religiosas previas”.

La aceptación de esta propuesta y la construcción de nuevos paradigmas y una nueva racionalidad -y podrían ser ideas adaptadas de la obra de Talcott Parsons, en su publicación El Sistema Social-, requiere el concurso de un proceso motivacional desde dentro del sistema, que pretenda el equilibrio para que las nuevas motivaciones que se arguyen no sean consideradas como conductas desviadas. Por eso, no se trata de prejuzgar como mejor o peor la propuesta del cambio, sino que se pretenda su actualización acorde a la nueva estructura (estructura familiar, alargamiento de la etapa de dependencia, trabajo fuera del hogar, coste de los servicios de cuidado, etc.), de manera que se perciba que hay un punto de partida inicial y otro final, una suerte de aplicación estructural-funcional, en el desarrollo del cambio o transformación del sistema social imperante.

Insistiendo en algunas ideas ya expuestas, en la exposición del cambio ideológico que se propugna convendría matizar, también, que no se pretende soportarlo sobre la base de una nueva teoría asimilable a un sistema de leyes nuevas, sino como una aceptación motivacional de nuevos contenidos cognitivos, paradigmas y acciones en relación con el sentido y valor de la vida, principalmente basados en aspectos culturales de la época. Todo ello, en una búsqueda de equilibrio social, de reorganización de la estructura social…

Y surge precisamente desde esta perspectiva la conveniencia de reflexionar acerca de una nueva y diferente categorización de la muerte. Suponer que la fundamentación solamente biológica de la cuestión satisface la base de la reorganización de la estructura social es una simplificación excesiva, pues omite la circunstancia asaz frecuente de muchas personas que estando vivas ya no viven. Este proceso de nueva categorización 6 en relación con los hechos sociales más importantes es frecuente en nuestra sociedad. Bastaría recordar el debate acerca de la interpretación de la vida antes de nacer; sería oportuno recordar el cambio en el debate de categorización en relación con aquella entonces sencilla clasificación de hombre o mujer en base a uno u otro cromosoma; convendría recordar la actual complejidad en la tipología de las múltiples maneras de configurar una familia; etc.., para reconocer el cariz dinámico de lo social. Por ello, plantear que en relación a la muerte existe la conveniencia de ampliar los criterios de su categorización, tomando en consideración lo biológico y lo social, es, posiblemente, uno de los desafíos más importantes de los tiempos actuales.

Pero, ante tan grande dificultad para debatir conductas que afectan a la vida y al proceso de morir de las personas socialmente muertas, conviene no olvidar que el debate acerca de la categoría que las engloba tiene, forzosamente, la consideración de un proceso emergente. Se trata, en efecto, de un proceso emergente en un doble sentido: primero, porque la categoría que engloba a las personas socialmente muertas es de relativa actualidad, en el sentido de que la supervivencia de las mismas se da en un nuevo marco en el que el progreso económico y tecnológico han posibilitado alargar el funcionamiento instrumental de los órganos corporales compatibles con respirar, activar la circulación sanguínea, etc.; segundo, porque se trata de un proceso en el que las prácticas y los discursos se van configurando como consecuencia de los cambios culturales y sociales. Por ello, sería razonable suponer que las reflexiones pertinentes a estas cuestiones se desarrollaran a lo largo de un proceso deliberativo que configurara una suerte de discurso cada vez más adecuado a las nuevas prácticas; o viceversa, de manera que las prácticas se adecuaran, de manera cada vez menos disonante, a los nuevos discursos emergentes.

Ciertamente, no resulta fácil ahondar en el debate de estas cuestiones, pues es un campo abonado al entrecruzamiento de más de un Derecho Fundamental, de uno de esos Derechos que se conviene en llamar Prima Facie. No obstante, este tipo de derechos pueden entrar en contradicción con otros principios morales básicos, por lo que, siguiendo con la interpretación de Jonathan Dancy (en la misma obra de Peter Singer), “podríamos decir directamente que no debería aceptarse ninguno de ellos a menos que se aceptasen los restantes o, de manera más indirecta, que en conjunto constituyan una concepción coherente y atractiva de un agente moral…”

En la búsqueda de los muchos derechos que se entrecruzan, no deberíamos postergar el derecho de las personas del entorno afectivo de la persona socialmente muerta, pues, en no pocas ocasiones, las circunstancias del cuidado que dispensan truncan a las cuidadoras la posibilidad del ejercicio de una vida digna. ¡Piénsese en el síndrome de la mujer cuidadora!

Sin embargo, al tratar de dotar a estos verdaderos derechos de un orden de prelación, cuando esto es posible, considero que es imperativo priorizar el hecho de que la mayoría de las personas manifiesta que, antes que seguir viva “cuando ya no se es una misma”, preferiría que se las ayudara a morir.

De hecho, se trata básicamente de una cuestión de dignidad, pues mantener y exhibir un cuerpo lacerado por los estragos que ocasiona la ausencia total de estímulos cognitivos hace desaparecer cualquier rasgo de humanidad.

Se trata, además, de enmendar una práctica que prioriza lo biológico sobre la razón, pues no en vano debiéramos asumir que una persona privada de la capacidad de vivir emociones ha concluido ya su vida. Por ello, persistir en la ficción de mantener vivas a esas personas atenta contra el pudor y la dignidad de las mismas, y hace cómplices del error al sistema médico que colabora, sumisamente, con este despropósito, y, también, a los órganos rectores de la Sociedad (Gobierno, Diputación y Ayuntamiento) que permiten la práctica incivilizada de tal crueldad.

CONTABILIDAD y COSTE

A riesgo de ser repetitivo al decirlo nuevamente, y tal vez desde la suposición de que los argumentos expuestos hasta ahora no suponen conflicto ético insuperable para muchas de las personas que se han interesado y han debatido mi publicación titulada Muerte Social versus Socialmente Muertas, he constatado, sin embargo, que al exponer algunas de las referencias económicas introducidas en el trabajo, las sillas de quienes me acompañaban en las sesiones de presentación del trabajo se desestabilizaban, crujían…

Esta actitud, que corresponde a un sentimiento generalizado de asignar a la vida, al hecho de estar vivo, un valor inconmensurable por encima de cualquier referencia al coste, es relevante, y muestra que, más que rechazo ético al reconocimiento de la categoría que integran las personas socialmente muertas, el conflicto surge de la 8 interpretación de que la práctica se postula en aras a disminuir el coste económico que origina su mantenimiento.

Sin embargo, no debemos obviar que la praxis social, en tanto que sistema, presupone la interacción de todos los factores involucrados (salud, dependencia, economía, derecho a cuidar y a ser cuidada, solidaridad intergeneracional, derecho a la tutela eficaz, etc.), de manera que institucionaliza las pautas de comportamiento social como un todo, en el ejercicio de la acción más conveniente o de mayor gratificación.

Pero, hablar de economía podría suponer (de hecho, supone) en el sentir de muchas personas una invasión a ciertos derechos consideradores, y realmente lo son, humanos, y, por lo tanto, universales. No obstante, convendría recordar que la Economía no es ajena (no debiera de serlo) a la satisfacción que proporciona la práctica de estos mismos derechos.

Al hilo de esta última reflexión resulta oportuno recordar que la muerte, sí, la propia muerte, es un acto de vida en el que, al igual que en otros episodios de la misma, la marginación, la humillación, la discriminación por estatus social-etnia-género, el acceso a la vivienda y a la educación, y son solamente unos ejemplos, son asignados en relación con los recursos personales o públicos disponibles. Es una evidencia, y sigo con otro ejemplo, que el Código Postal del barrio en que vivimos da una orientación bastante precisa para evaluar la esperanza de vida de las personas que allí viven.

No obstante, desde una posición, excesivamente voluntarista en mi opinión, se plantea la idea de que la falta de recursos económicos no debiera terciar en este debate, ni en otros asuntos que pudieran cercenar los derechos fundamentales de las personas; que existen recursos ilimitados si se aplicaran mejores prácticas de justicia social. El debate es de enjundia, de amplio margen de interpretación, pero, además, en las mejores circunstancias, va para largo. Un cambio de asignación económica para el cuidado de calidad de las personas socialmente muertas no es una cuestión que se resolverá en breve plazo.

Por ello, pero dejando previamente aclarado que el reconocimiento de la categoría de las personas socialmente muertas encuentra su justificación en postulados de dignidad y respeto hacia las mismas, y que el debate económico podría entenderse subordinado a este postulado, no veo razón para no tomar en consideración aspectos que relacionan la economía con el tratamiento que se dispensa a las personas socialmente  muertas. Planteo, por ello, la reflexión en relación con la búsqueda de un mejor destino a lo recursos aplicados en esa estrategia errada que mantiene a esas personas, que ya no viven, recluidas en esas instituciones totales, con el doble objetivo de hacerlas más invisibles y más alejadas de la incomodidad de verlas en la cercanía. Se trataría, en resumen, de interpretar en este sentido el llamado postulado de Justicia al que se invoca desde la bioética.

Desde su significado etimológico, sabemos que la economía trata de asuntos que relacionan a la casa, la familia…, con la buena gestión de los recursos escasos, pero sabemos también de la orientación de algunas tradiciones académicas que abordan el objeto de la economía en relación con el bienestar o buen aprovechamiento social de los recursos. Así, desde una interpretación formalista, la economía se enuncia como «la ciencia que estudia el comportamiento humano como una relación entre fines y medios escasos que tienen usos alternativos…», de manera similar a como desde una concepción sustantivista se sostiene que los estudios económicos no deben desarrollarse de manera independiente y aislada de la sociedad donde se aplican.

Todas estas interpretaciones son interesantes, claro está, pero ahondando en mayor medida en el enfoque más antropológico de la cuestión, resulta de interés destacar cómo desde el materialismo cultural se impulsa la idea de que las condiciones materiales son el principal factor de explicación de los cambios socioeconómicos de las civilizaciones.

En el trabajo en el que trato de construir una categoría que abarca a las personas socialmente muertas hablo de costes, de dos tipologías diferentes del coste. Creo haber subrayado de manera suficiente la prioritaria referencia al coste emocional que la práctica de mantener en vida, simplemente vegetativa, supone para el entorno de la persona socialmente muerta, pero lo que ha causado mayor turbación en algunas de las personas que me han beneficiado con sus comentarios es la referencia al coste económico de la práctica de alargar la vida de las personas socialmente muertas.

Para refrescar la memoria, repetiré que en el trabajo anterior distinguía dos orientaciones del coste económico del proceso: una vertiente institucional y una vertiente familiar. Sin embargo, he percibido que el mayor revuelo pivota en relación al coste institucional, pues he constatado, y ahora vuelvo a esa larga introducción con que he iniciado este trabajo, que pocas personas consideran relevante el gasto que las  instituciones realizan, dado que parten del supuesto de que los recursos públicos son ilimitados, o, si no lo son, que se deriven desde otros gastos inútiles (la corrupción es el argumento más frecuente).

El comentario, como es lógico, me ha provocado la necesidad de indagar acerca de si los discursos y las representaciones de algunos o muchos hechos sociales que analiza la antropología han sido influenciados por el coste que generaban, tanto en la escala individual o personal, como social y colectiva, y, sin excesiva duda, podemos afirmar el notorio cariz económico de los comportamientos que la antropología estudia. Por esto, sorprende que sorprenda reconocer que la economía toca a prácticamente todos los asuntos sociales de la vida; que guarda relación y provoca reflexión y debate en relación con muchas de las transformaciones, económicas y sociales, que se originan como consecuencia de los discursos y las prácticas en derredor a las categorías de Muerte Social y Socialmente Muerta.

Desde una perspectiva global, no supone novedad reconocer que en muy importantes Organismos Internacionales existe preocupación por el riesgo a no poder mantener los actuales niveles de educación, sanidad y reducción de la pobreza… (Informe de Tendencias Globales. USA).

Por ello, desde una perspectiva que toma en consideración aspectos que incorporan el debate de género, de la pobreza y de la etnia, deberíamos también tener en cuenta, entre otras teorías que bordean el tema, el proceso de globalización del afecto, en el sentido que lo explican Anthony Giddens y Will Hutton en su obra titulada En el límite: La vida en el capitalismo global.

Al hilo de mi propuesta de tomar en consideración los efectos económicos, públicos y privados, que el mantenimiento en vida vegetativa de las personas socialmente muertas ocasiona, he constatado que Arlie Russell Hoschschild, autora del capítulo que en la publicación anterior titula Las cadenas mundiales de afecto y asistencia y la plusvalía emocional, destaca que “el capitalismo global influye en todo lo que toca, y toca prácticamente todo”.

La cuestión no es baladí, pues al reflexionar acerca de la estructura social de las personas involucradas en las llamadas cadenas mundiales de afecto o asistencia, se constata una presencia mayoritaria de mujeres, muy frecuentemente resultado de la emigración desde países sensiblemente más pobres, notoriamente precarizadas en sus  condiciones laborales, habida cuenta el escaso valor concedido a la tarea asistencial. Se trata, en cierta medida, de una experiencia de nueva colonización de quienes anteriormente ya fueron colonizadas…

En este sentido, no sería exagerado insistir en el proceso de transferencia de afecto que presupone la tarea asistencial, pues no en vano las mujeres que cuidan de las personas ancianas, y de las que, sin serlo, están socialmente muertas, no tienen la mínima posibilidad de cuidar a los suyos. Por ello, conviene recordar que lo personal es global, pues resulta evidente la dimensión global del proceso de cuidar.

Suponer que la tarea de cuidar va a seguir precarizada durante largos años coincide con la práctica de abaratamiento de costes de esta prestación, pues como destaca Arlie Russell, “la principal estrategia para reducir los costes en la asistencia sanitaria a domicilio (y tanto más en los centros, supongo yo) es limitar dicha ayuda a las necesidades y tareas puramente médicas, y eliminar cualquier caso que sea meramente social”. En resumen, el trabajo de cuidar, habida cuenta la práctica discriminatoria de no-incluirlo en la Contabilidad Nacional, de no asignarle valor de mercado al modo a como se realiza con la producción de otros bienes y servicios, tendrá un desarrollo basado en la explotación de los sectores sociales más desfavorecidos, más vulnerables.

Desde una perspectiva más economicista (la anterior también lo es, por supuesto), parece haber un relativo consenso al suponer que los cambios que se propician en una determinada estructura social están motivados por dos causas principalmente. Por un lado, debido al cambio permanente en los sistemas culturales y de creencias, claro está, pero también, y esto es importante resaltar, en cuanto que afecta a la estructura económica. Por ello, en función de la importancia económica del cambio y del número de personas afectadas por las tensiones ocasionadas por el cambio, la sociedad adopta nuevas pautas de comportamiento.

Esta práctica de impulsar el cambio de los comportamientos al cambiar aspectos sensibles de la realidad social se refuerza sobremanera en relación con la velocidad con que cambia la realidad social. En la sociedad, al modo a como sucede en el ámbito personal, se da una suerte de acomodación a los hechos que consideramos naturales, ordinarios, por cuanto que son repetitivos en la vida diaria. No resulta sorpresivo ignorar carencias o acostumbrarse a ciertas prácticas por el simple hecho de que las  mismas estén consolidadas y/o sean consideradas como pertenecientes a una vieja tradición (no tan vieja en la mayoría de los casos) que tanto puede frenar al conocimiento científico.

Algo así podría estar pasando con la práctica que la sociedad dispensa a las personas socialmente muertas, pues podría estar sucediendo que, sin reconocer lo reciente de esta situación, consideráramos, erróneamente, que es el resultado de una vieja tradición.

Sin embargo, cuando la realidad social cambia bruscamente, la sociedad se dota de reflexiones y prácticas más dinámicas, más propiciatorias del cambio social.

De manera consecuente, una incursión en la actual situación de pandemia ocasionada por los diversos coronavirus (COVID 19) que nos acechan ha puesto en relevancia el tratamiento de estas cuestiones. De hecho, en la medida en que afloran discursos y prácticas, priorizadas sea desde la salud o sea desde la economía, se está produciendo un cambio radical en las estrategias que se proponen. Se ha producido, de hecho, un cambio en el paradigma según el cual la salud priorizaba sobre los aspectos económicos que se pudieran ocasionar como consecuencia de la pandemia. Y esta actitud de cambio, resulta evidente, ha trastocado los discursos y las prácticas debido a la dolorosa incidencia que la crisis ocasiona en la economía, y que, para los estamentos de poder, y la población en general, constituye, incluso, un destrozo superior al recuento de los fallecimientos que la pandemia ocasiona.

De hecho, surge la pregunta de ¿cuántos muertos podemos soportar para no parar la economía…? Surgen comentarios acerca de la comparación entre número de horas perdidas como consecuencia del absentismo laboral y el número de fallecimientos, y no resulta difícil destacar que produce mayor preocupación lo primero que lo segundo.

Incluso, se acepta como válida una estrategia que propicia el auge de la actividad social y laboral hasta el punto de saturación del sistema sanitario, y resulta evidente que el sistema sanitario es moldeable según los recursos económicos que se le asignen. Es, pues, una balanza que permanentemente contrapone muerte y economía…

Este cambio de paradigma no debiera sorprender en exceso, pues siempre ha estado presente en el Sistema Social en relación con el cambio.

Por esto, en tanto que la categoría que engloba a las personas socialmente muertas es un Proceso Emergente, se aprecia el afloramiento de un cambio importante en los paradigmas que priorizan la defensa a ultranza de la vida, en favor de nuevos paradigmas que propician la toma en consideración de un mejor desarrollo económico también. Surgen, y a qué velocidad, expresiones que plantean un Compromiso Socio[1]Sanitario, una estrategia que pone el número de fallecimientos que se ocasionan en un lado de la balanza, y el coste económico (desempleo, pobreza, absentismo, crisis del turismo, globalización, etc.) en el otro plato de esa misma balanza.

Ya la vida, lo descubren ahora muchas personas, no es un valor absoluto; ahora tiene un precio, una contrapartida económica que cada vez se muestra más exigente, además.

En concordancia con este cambio de paradigmas, y en sintonía con ese discurso institucional que anuncia grave riesgo de no poder mantener los actuales niveles de educación, sanidad, reducción de la pobreza…, resulta oportuno destacar que el debate entre economía y muerte es cada vez más generalizado. Entre las muchas referencias posibles apunto el comentario realizado por Mario Ociel Moya, experto en Bioética, cuando describe que:

“El envejecimiento es un fenómeno global, y ha llevado a los Estados y agencias internacionales a tomar posición frente a este fenómeno: el Fondo Monetario Internacional (FMI), por ejemplo, ha declarado la existencia de un riesgo, el “riesgo de que la gente viva más de lo esperado”, situación que afectará a las economías a nivel mundial, ya que, el envejecimiento de la población, al ser una problemática subestimada en cuanto a su magnitud (…) disparará el coste previsto en decenas de billones de dólares a escala global. Eso supone una amenaza para la sostenibilidad de las finanzas públicas”.

Este mismo discurso, pero todavía con tono más imperativo y fuera de la mínima ponderación, fue el que utilizó apenas hace ocho años (2013) el ministro de Economía de Japón, Tarō Asō, al recomendar a las personas de 60 y más años en “darse prisa en morir”, por el alto coste asociado a la atención médica y la carga que significarían para el Estado japonés”.

El ministro, según publicó The Guardian, aunque luego se dice que se arrepintió (dijo que se arrepintió) de sus palabras, arremetió en una reunión del Consejo Nacional de Seguridad Social contra las tácticas de reanimación y los tratamientos para prolongar la vida: “Se ven obligados a vivir cuando quieren morir. Yo me despertaría sintiéndome mal si sé que el tratamiento está pagado por el Gobierno».

Pero el hecho de transcribir estos cambios o comentarios, aun cuando pudiéramos apuntar la delicadeza con que estos temas debieran ser tratados, no supone censura o crítica generalizadas, por cuanto que estoy convencido de que, agazapados de una manera u otra, constituyen motivaciones que el Sistema Social no obvia ni puede obviar.

El proceso que estamos viviendo (compromiso socio-sanitario versus compromiso sanitario) nos retrotrae, desde una cierta perspectiva, a aquella expresión acuñada por el canciller Bismarck cuando, como postulado superior a muchas de las convicciones éticas de la época, desarrolló aquella estrategia que llamó REALPOLITIK. (En realidad se trataba del manejo de las relaciones internacionales, aunque actualmente se pueda utilizar en otro sentido…)

Y, PARA IR CONCLUYENDO…

Después de tantas vueltas, vuelvo al origen de estas reflexiones, cuando aquellos viejos y sabios profesores de una universidad de Chile nos enseñaban que “uno de los déficits al construir el modelo de desarrollo de una sociedad solía basarse en la insuficiente toma en consideración de las posibilidades económicas reales de la misma.”

Al persistir en la idea de que “el capitalismo global influye en todo lo que toca, y toca prácticamente todo”, me viene el recuerdo de cómo durante la conocida como gran crisis de 2008 se produjeron cambios importantes en el Sistema Social.

De hecho, es sabido que como consecuencia de aquella crisis disminuyó el número de hijas e hijos, incluso propiciando un descenso de la población al superar el número de las personas fallecidas al de los nacimientos.

Pero este hecho no es simplemente un dato estadístico, sino que resulta adecuado para propiciar el debate, y activar nuevas prácticas, en relación con importantes asuntos sociales.

Resulta evidente que, como consecuencia de aquella crisis económica, se hicieron notorios nuevos desafíos en relación con hechos estructurales de la organización social.

Tan notoria fue la influencia de la economía en los principales asuntos de la vida que, al referirnos a la merma de nacimientos en la Unión Europea, es precisamente en los Estados que con mayor virulencia sufrieron la crisis, España, Portugal, Italia y Grecia, donde los estragos de la economía propiciaron un mayor cataclismo demográfico.

Todas las cuestiones que de una manera u otra afectan a la economía plantean serios desafíos, tanto a nivel institucional en la medida que se incrementa el volumen del gasto social, como a nivel familiar e individual donde, por ejemplo, la necesidad[1]obligación de cuidar se convierte en un factor discriminatorio en función del potencial económico de la familia.

Tal es la influencia económica en el ámbito familiar que, al tratar de externalizar el trabajo de cuidar a las personas socialmente muertas, al ingresarlas en esas Instituciones Totales donde se las recluye, las familias, muchas de ellas, sucumben en una situación real de pobreza.

Y la pobreza, es de sobra conocido, bien pudiera catalogarse como una grave enfermedad, en no pocos casos evaluada como de mayor morbilidad que cualquier otra de las que trata el sistema sanitario. Viene a propósito recordar, por ejemplo, que, como consecuencia de la crisis económica de 2008, en Grecia, donde se vivieron numerosos casos de empobrecimiento casi repentino, el número de suicidios creció de manera sobrecogedora. Dada la admiración que siento por las enseñanzas de Durkheim, apuntaré cómo este hecho muestra, nuevamente, el carácter social del suicidio, del suicidio como un hecho social.

Por estas razones, no resulta excesivo enunciar que las representaciones y prácticas en relación con asuntos que competen al ámbito familiar se están modificando, no solamente como consecuencia del cambio de valores y paradigmas, sino como consecuencia de la situación económica.

Apoyando este último comentario, haré un somero repaso de algunas pocas de las cuestiones que la antropología analiza en relación con la incidencia de la economía en los asuntos ordinarios de la vida.

Debo reconocer que mi aproximación a la Antropología es reciente. De hecho, fue en el año 2005 cuando, después de una ajetreada experiencia profesional en el ámbito de la Ingeniería Naval y de los Negocios, me matriculé en la Facultad de Antropología, cuando tenía ya sesenta años.

Ya para entonces, me había fascinado la obra de Marwin Harris, un antropólogo de amplio espectro y mucha capacidad pedagógica, pues, no en vano, son sus libros los que figuran en esa asignatura genérica de “introducción a la Antropología”, que incorporan casi todas las carreras en el ámbito de la sociología o de las humanidades. De hecho, su publicación Antropología Cultural fue la primera obra de antropología que leí con entusiasmo. ¡Y aprendí muchas cosas!

Creo recordar que la primera idea que me sedujo fue aquella según la cual, al reflexionar acerca del carácter sagrado de ciertas creencias o prácticas en la cultura hindú, Marwin Harris destaca el sentido económico de todas aquellas representaciones y prácticas, y lo explica en relación con al trato sagrado que en la religión hindú se dispensa a las vacas, que están protegidas por la ley y nadie osa hostigarlas, maltratarlas y mucho menos matarlas para aprovechar su carne.

“Los estudios de costos y de rendimientos energéticos muestran, en contra de nuestras expectativas, que la India utiliza su ganado vacuno con mayor eficiencia que Estados Unidos…

… la eficiencia relativamente alta de complejo ganadero indio no obedece a que los animales sean especialmente productivos, sino a que los hombres aprovechan con sumo cuidado sus productos. «Los aldeanos son muy utilitaristas y nada se desperdicia”.

 

Desde la supremacía occidental, desde el etnocentrismo que caracteriza a muchas de las investigaciones, este comentario resultaba insultante, pues no en vano era creencia casi generalizada que el trato dispensado a las vacas era un indicador de ignorancia y retraso social. ¡Parece que no está tan claro!

No pretenderé hacer un glosario extenso de cómo muchos de los hechos sociales que acaecen en nuestras vidas anclan, o comparten, sus postulados en la economía; sería éste un trabajo excesivo y fuera de contexto, pero sí citaré, al objeto de refrescar la memoria, algunos de ellos, porque, aunque parecen diseñados por la práctica repetitiva de una tradición supuestamente basada en fenomenologías casi sagradas, están engarzados con procesos económicos evidentes.

Continuando con el comentario acerca de ciertos hechos sociales, aunque reservando para el final aquellos más directamente afectos con la muerte, citaré, muy de pasada, que el sistema de bulas de ayuno y abstinencia que conocimos en nuestra infancia es, además de fiscalizador del orden social, un mecanismo recaudador, como bien lo sabía, por cierto, Martín Lutero; que la Iglesia Católica ha hecho de la Muerte su mayor especialidad, pues, no en vano, la existencia del cielo, infierno y purgatorio encuentran su principal justificación en el poderío que otorga a quien controla la muerte, y, también, y esto es de excepcional interés, en base a su carácter recaudador, porque aunque trataron de decirnos que había espiritualidad en la muerte, había (hay), ciertamente, una versión camuflada del departamento de Hacienda de la Iglesia; que el número de hijos o hijas de una pareja siempre ha sido, y lo es actualmente, una cuestión de números; que la adecuación del modo de convivencia con otras personas, aspecto este de muy importante categorización, depende de las políticas de vivienda, del coste de las mismas, de la distribución de las pensiones de jubilación y de viudedad, y del salario, casi siempre escaso, de las personas jóvenes; que la emigración, con lo que esto supone de hecho en la desestructuración de las familias que se ven obligadas a emigrar, tiene casi siempre motivaciones económicas, y trastoca, y cómo, su esquema de vida, a la vez que altera además el contexto social de los países de llegada; que los sistemas de transmisión de herencia, el mayorazgo por ejemplo, que tanto discrimina los derechos de la descendencia, tiene una función económica principal; que el matrimonio, a pesar del esfuerzo en asignarle rango sacramental, ha sido, y en muchas ocasiones lo sigue siendo, un contrato donde la parte económica del mismo tiene gran importancia, como se evidencia con mayor claridad en los momentos de la ruptura; que el análisis de la cadenas de afecto y su influencia económica van de la mano…

Y, en relación más directa con el Proceso de Morir, convendría recordar que la muerte es un acto de vida, un acto cuya interpretación más favorable se da cuando se integra en un contexto biográfico, es decir, acompasado a las pautas de pensamiento y prácticas a lo largo de la vida.

En reiteradas ocasiones me he esforzado en resaltar que no es cierto que la muerte nos iguale a todas las personas. ¡Esto no sucede así! Son muchas las personas que mueren en el respeto a los postulados principales de su identidad, pero son muchas también las personas que, en trance de morir, no ven satisfechos sus anhelos, su derecho, de hacerlo en el contexto predilecto que configura su Muerte de Calidad y su Muerte Propia, una de cuyas principales proposiciones se centra en torno a esa manera íntima de sentir la dignidad a lo largo de su Proceso de Morir, que lleva a muchas personas a manifestar que no desearían que “cuando ya no sean ellas mismas se las mantuviera vivas sin estar vivas”.

Y, siguiendo con el Proceso de Morir, conviene reflexionar también acerca de la práctica del Ritual Funerario. Resulta notorio que el ritual funerario ha sido una de las prácticas rituales más discriminatorias de la sociedad. No es preciso remontarse a la historia de los faraones, pues rascando someramente en nuestros recuerdos podemos discernir las diferencias de aquellos funerales de tercera, de segunda, de primera o de primera especial que diferenciaban estatus sociales. Sin olvidar, en los extremos de la estratificación social, aquellos funerales llamados de Estado, y aquellos otros, menos visibles, que se dedicaban a las personas indigentes, o, con mayor crueldad incluso a los practicantes de otras religiones o a las personas que se suicidaban.

Actualmente, el Proceso de Morir ha sufrido grandes transformaciones. De hecho, son muchas las personas que no asignan ese sentido tan trágico a la muerte, a su muerte. Ya no está tan en boga el deseo de inmortalidad, del deseo de no[1]terminar: muchas personas son conscientes de la finitud de su vida, y su anhelo, más que en alargarla indebidamente, se centra en hacerla racional, digna, compatible con un razonable bienestar, con una cierta harmonía social… Ya la muerte no es siempre la mayor tragedia que te puede acaecer, pues en no pocos casos la muerte se ansía, es una aliada, porque es la solución de una vida imposible, de una vida de sufrimiento o carente de dignidad y de sentido. Persistir en la práctica de vivir sin estar viva, más que una buena alternativa se muestra como un auténtico fracaso, e, incluso se considera banal la práctica de contabilizar la esperanza de vida como algo absolutamente positivo, sin tomar en consideración aspectos más cualitativos en relación con la calidad de la vida de las personas supervivientes y las de su entorno social. Hay cada vez un mayor número de personas que, más que miedo a morir, tienen miedo a morir mal; a morir sin satisfacer las circunstancias que desearon al diseñar la calidad de su muerte; a que se las mantenga vivas cuando ya no viven.

En los párrafos precedentes he tratado de mostrar que gran parte de las prácticas sociales están influenciadas por el poderío que ejerce la economía. No he tratado de hacer juicios valorativos al respecto, pero he tratado, sin embargo, de mostrar que la economía está presente, aunque de manera sigilosa en muchas ocasiones, en la construcción del Sistema Social. Por ello, aun cuando reconozco que el mantenimiento de las personas socialmente muertas en esas instituciones totales supone un coste social y privado muy importante, aspecto éste que no se debería escapar de nuestro análisis, con firmeza he afirmado que la principal motivación para impulsar el reconocimiento de la categoría que integra a las personas socialmente muertas y la propuesta de no impulsar su mantenimiento en vida se basa en postulados de dignidad para ellas mismas.

Por lo tanto, tomando en consideración las reflexiones que he incorporado tras el debate suscitado tras la publicación del trabajo titulado Muerte Social versus Socialmente Muerta, concluyo al decir, en aplicación de la práctica de la alternativa que genere mejores consecuencias, que cuando una persona ha perdido consciencia del mundo en que vive; cuando no recuerda los hitos de su vida; cuando no reconoce a las personas que han formado parte integral de su vida; cuando el hecho de estar viva no le posibilita experimentar atisbos de felicidad; cuando no sabe, ya, quién es ni con quien convive; cuando han desaparecido ya los vestigios de humanidad…, la sociedad no puede persistir en el fanatismo de alargar esa vida carente de vida, y debería auxiliar a esas personas poniendo fin a sus vidas de la manera más digna, más solidaria, más justa, y dentro del ámbito legal reconocido: eutanasia o sedación clínica terminal.

Por todo ello, esta proposición debiera inducir, en mi opinión, diversas reflexiones:

  1. 1. En el ámbito Personal y en el de las personas próximas, la idea de que somos precisamente las personas quienes tenemos legitimidad para diseñar y construir un discurso y unas prácticas acordes a nuestros rasgos de identidad; que el trabajo de campo muestra que, como consecuencia de los cambios culturales y sociales, se ha producido, ya, una transformación importante en relación con unos nuevos paradigmas de valoración de la vida y, consecuentemente, de la muerte; que el cambio operará en nuestros sentimientos, y que este cambio propiciará nuevas representaciones y prácticas a través de la adecuación de las normas que configuren el Sistema Social.
  2. En el ámbito Institucional (Gobierno, Diputación, Ayuntamiento) se debería profundizar el debate acerca de cómo orientar las prácticas en relación con las personas socialmente muertas. ¡Ni un día más en la práctica irreflexiva actual de aparcarlas en esas instituciones totales donde se las posterga de un trato humano! ¡Que deberán iniciar la búsqueda de la manera de reparar el ultraje que supone mantenerlas vivas cuando han perdido, ya, sus rasgos de humanidad!
  3. Y, desde la perspectiva que ha motivado la ampliación de este trabajo, tanto desde el ámbito Personal como Institucional se debería tomar en consideración, también, el cariz económico y de coste de la actual práctica, habida cuenta de que existen alternativas de gasto, privado e institucional, más apremiantes y de mayor gratificación social.

 

Iñaki Olaizola Eizagirre



Categorías:DERECHO A MORIR DIGMAMENTE (Documentos y debates)

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